Creo que he bebido demasiado: estoy borracho. Se trata de una borrachera antigua, que lucha por convertirse en resaca, en ese momento en que percibes que ya se ha esfumado toda la euforia, y empieza a entrarte una nostalgia terrible envuelta en mareo, cansancio, y sueño.
A pesar de mi estado, recuerdo con nitidez toda la historia de esta borrachera. Es lo único que recuerdo. Empecé con una copa de vino, a secas, prácticamente en ayunas. Me costaba ingerirlo al principio, su sabor tenía asperezas que mi paladar se resisitía a entender, matices que no era capaz de captar, y un tono amargo al final que ya me avisaba de que no me convenía.
Sin embargo, pese a ese primer encuentro tan poco afortunado, al rato me sorprendí a mí mismo llenando la misma copa. Tal vez mi subconsciente había encontrado algo que ni mi paladar ni mi estómago habían sabido apreciar. No sé. Pero el caso es que mis labios se volvían a mojar con el mismo líquido, y mis sentidos se encontraban de nuevo alerta para captar todas las esencias, para descubrir nuevos efluvios, contrastes diferentes a los experimentados.
Esta vez fue mucho mejor. El aroma del vino entraba por la nariz, y ya no picaba, el fluido se deslizaba por mis papilas gustativas, acariciaba mi paladar y entraba suavemente por la garganta, sin rastro de aquella amargura inicial. La frecuencia de los sorbos aumentaba, como un diálogo fluido incrementa su intensidad y su pasión, y con ella la compenetración entre la bebida y el bebedor se perfeccionaba.
Eramos casi la misma cosa. En cada sorbo, en cada copa, nuestra pasión aumentaba, los ánimos se caldeaban. Yo quería más, cada vez más, no podía parar. Mi cerebro ya no funcionaba, ya no me advertía de los peligros, ya no tomaba ningún tipo de precaución, y yo me volcaba, una y otra vez sobre la copa, repitiendo mecánicamente los gestos.
No me dí cuenta cuando sucedió, cuando dejó aquel soberbio brebaje de excitar mis sentidos, y terminé tomándolo por tomar, como una rutina más. Porque mis papilas gustativas ya no eran capaces de apreciar su sabor, mi paladar estaba dormido, y mi garganta empezaba ya a rechazar el continuo paso del líquido.
Llegó un momento en que ya no quería beber más; el vino me seguía pidiendo, pero mi cuerpo ya lo rechazaba. Sentía cierto remordimiento por ello, temor a ser desagradecido con quien tan buenos momentos me había hecho pasar, pero cada sorbo me hacía odiarlo más.
Al final tiré mi última copa, para no tener más tentaciones de beberlo. La intensa pasión que había sentido ya no llegaba a la categoría de recuerdo, y sin embargo, una extraña nostalgia me invadía, entre los vapores del alcohol que poblaban mi cerebro y la angustia provocada por los mareos, por la sensación de no estar ubicado en ningún sitio, por la certeza de no pertenecer a ningún sitio, de no quedarme ya ningún objetivo en la vida, ninguna aspiración.
Y entonces, me puse a escribir.
¿Por qué se parece tanto una borrachera al amor? Tarda un poco en empezar, pero cuando lo hace es como un huracán que se lo lleva todo, un dulce que no puedes parar de comer. Y, de repente, te das cuenta de que todo está terminando, y cuando lo hace, tienes una terrible resaca que impide que pienses más allá de tu dolor de cabeza.
Las resacas terminan, y entonces las borracheras parecen no haber existido. Estamos preparados para volver caer.